sábado, 28 de septiembre de 2013

Transparencia, principio ético y democrático

En Paraguay la noción del servidor público, de la política como “la más alta expresión de la caridad”, al decir del papa Francisco, sencillamente no existe. Décadas de abuso de autoridad y de corrupción impune han colocado en el imaginario social prácticamente a cualquier funcionario público muy por encima del resto de los ciudadanos.

La mayor tergiversación política, la que se encuentra en el origen de todos los vicios y prácticas nocivas de nuestra política, es la que sostiene y alimenta la creencia de que las autoridades y, por extensión, los funcionarios públicos se hallan por encima de los ciudadanos comunes.

Esta distorsión es una de las causas del desprestigio de la clase política que salvo escasas excepciones concibe la actividad pública como una carrera tras un botín: quien llegue primero a los bienes y recursos del Estado tiene todo el derecho de disponer de ellos a su antojo y excluir de la administración a cualquiera que no demuestre plena fidelidad al partido o al caudillo.

Las autoridades electas son portadoras de un mandato por la libre voluntad de la mayoría de la ciudadanía, no son acreedores de privilegios o de prerrogativas ilimitadas. Los representantes electos, por su parte, tienen un vínculo y una responsabilidad aún más directas con quienes les votaron. En Paraguay, sin embargo, la noción del servidor público, de la política como “la más alta expresión de la caridad”, al decir del papa Francisco, sencillamente no existe. Décadas de abuso de autoridad y de corrupción impune han colocado en el imaginario social prácticamente a cualquier funcionario público muy por encima del resto de los ciudadanos.

Un empleado administrativo con el papel de acelerar o demorar un trámite o algún otro con la facultad de sellar o no un documento ejerce ese poder de la forma más discrecional que se pueda concebir. Actúa así a la espera quizás de algún soborno que lo “estimule” o incluso sin ningún propósito, por inercia. Si en los rangos más básicos de la administración pública ocurre así, ¿qué cabe esperar de los estratos más altos?

En este marco cultural deben interpretarse las actitudes de los presidentes de la Cámara de Diputados y de la Cámara de Senadores, el liberal Juan Bartolomé Ramírez y el colorado Julio César Velázquez, respectivamente. Ambos políticos se han negado sistemáticamente a hacer pública información sumamente relevante en relación a la gestión y destino de los recursos públicos en el Poder Legislativo. Han rechazado sin tapujos revelar la nómina de funcionarios y las remuneraciones que éstos perciben como si tuvieran ese derecho, como si los paraguayos no pudieran exigir información concreta y veraz acerca de cómo se gasta su dinero, como si se debieran primero a sus operadores y recomendados –que integran en mayoría el plantel de empleados del Congreso– antes qu
e a la ciudadanía y a sus electores.

Resguardándose en argumentos absurdos o directamente perversos, ignoraron no solo disposiciones taxativas de la Constitución, las leyes y los reglamentos de las cámaras, sino que abolieron un principio ético elemental de la democracia. La transparencia en la administración del patrimonio público no es otra frase muerta en las leyes de la República, va mucho más allá de eso. Es un pilar intangible de la convivencia social, un valor fundacional de la democracia misma, como la libertad o la igualdad ante la ley.

La tibia reacción de senadores y diputados ante la actitud de los presidentes de las cámaras del Congreso demuestra que la distorsión de la que se hablaba al principio está extendida y generalizada. Es fundamental corregir el rumbo en la brevedad posible, instalando una cultura de la transparencia en toda la gestión pública.

Impulsar este cambio en las prácticas habituales en la política paraguaya es una función que debería corresponderle, precisamente, a los senadores y diputados.

http://www.lanacion.com.py/articulo/142195-transparencia-principio-etico-y-democratico.html

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