viernes, 18 de octubre de 2013

Una duda razonable

El juez le advierte a los miembros del jurado que han asistido a un caso largo y complejo y que, por ser un crimen en primer grado, la pena es de muerte: la silla eléctrica. “Un hombre ha muerto. Está en juego la vida de otro hombre. Si albergan una duda razonable sobre la culpabilidad del acusado, una duda razonable, deberán emitir un veredicto de inocente. Si no existe duda razonable, deberán, con la conciencia tranquila, declarar culpable al acusado”. Con esta escena comienza “Doce hombres en pugna” (Sidney Lumet, 1957), una obra maestra.

Once miembros del jurado están convencidos de que el chico mató a su padre de una puñalada. Uno solo tiene una duda, “una duda razonable”, de la que irá estirando como la cuerda que marcaba el camino para no perderse en el Laberinto de Dédalo. Reconoce que no sabe si el acusado es inocente o culpable, pero tiene una duda y considera que ella es razonable.

Pocos días atrás, un profesor cuestionaba aspectos del sistema educativo español diciendo que se ceñía a trasmitir información a los alumnos, temas cuyas respuestas son ya conocidas y que esto no es, en realidad, conocimiento. Proponía que se buscara transmitir a los jóvenes dudas antes que certezas, preguntas antes que respuestas, curiosidad antes que seguridad, porque de este modo se despertaría en el alumno la necesidad de investigar, no solo sobre lo que
es “el bosón de Higgs”, sino también qué significaba Dulcinea dentro de los delirios de Don Quijote; o bien, de dónde proviene su nombre: quijote, un sustantivo que está en el diccionario y que creo nunca nadie ha ido a buscarlo. ¿Por qué? Pues porque se espera que venga alguien a decírnoslo. ¿No es este acaso el espíritu que nos han transmitido nuestros profesores?

En otras palabras: es necesario que se siembre en el alumno “una duda razonable”, con mayor urgencia que entre los miembros del jurado, pues ellos tienen que decidir sobre la vida de una sola persona. La educación tiene que decidir sobre la vida de generaciones y generaciones.

Hace no mucho, en Paraguay se llevaba adelante “Una computadora por estudiante”. Desde aquellos días en que fueron distribuidas entre los niños con profusión de ruido mediático en torno a los políticos, no volví a escuchar nada al respecto. Me pareció entonces una idea estupenda poner en mano de los niños una herramienta tan contemporánea como es una computadora. Pero es justamente eso y nada más: una herramienta. Desde que apareció en nuestras vidas la computadora, siempre creí que detrás de esa explosión de interés se escondía un gran engaño: la gente se arrojó sobre ellas pensando que todas sus carencias intelectuales quedarían satisfechas; el conocimiento estaba en la punta de un botón: el mundo de la ciencia, la filosofía, el arte, la cultura, la literatura, el deporte, estaba en nuestras manos.

Luego vino la desilusión. La computadora no genera conocimiento. A lo sumo, brinda información; y no se la brinda a cualquiera, sino solo a quiénes saben dónde y cómo buscarla. En España a la computadora le llaman ordenador. Personalmente, creo que es un término más ajustado, ya que define con mayor precisión a esta herramienta: es un ordenador de información, de datos, de cifras. Es una herramienta capaz de realizar tareas que nos llevarían quizá meses hacerlas a mano, en pocos minutos, incluso no estando nosotros en casa. Es una maravilla. Pero no genera conocimientos. Este fenómeno solo se realiza, de manera exclusiva, en esa computadora que es mucho más que un ordenador y que se llama cerebro. Pero para ello debemos sembrar “una duda razonable”, como la que le llevó a Hipatia a tirar una bolsa cargada de arena desde lo alto del mástil de un barco y comprobar que sí, que la Tierra se movía; como la que le llevó a Darwin a estudiar el pico de las aves de las Galápagos y concluir la evolución de las especies vivas; como la que le llevó a Colón a navegar al oeste y comprobar que sí había otros continentes. Mientras tengamos convertida a la educación en un programa televisivo de preguntas y respuestas, jamás nos apartaremos del Puerto de Palos.

Por Jesús Ruiz Nestosa


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